lunes, 18 de noviembre de 2013

11 Metros

Bum. El estadio entero rugió como no lo había hecho en toda la noche. Un escalofrío recorrió todo su interior hasta parecer que su alma salía de su cuerpo. Su compañero lo había logrado, había detenido el penalti. Dos segundos después un golpe en la espalda y un pequeño apretón sobre su hombro le devolvía a la realidad: le tocaba. No era un turno cualquiera. Era EL TURNO.

Unos 50 metros le separaban de la zona donde en unos dos, quizás tres minutos, su vida cambiaría. Tomo aire, cruzó la mirada con un par de compañeros a los que ni siquiera llegó a escuchar, le valió leer sus labios para saber que le animaban.

Comenzó a andar hacia el punto de penalti y empezó a pensar en su familia. ¿Qué estarían pensando? Sabía que su madre no iba a querer verlo, de hecho era probable que ya no estuviese viendo ni el partido pues no aguantaba los nervios. Su padre estaría observándole, con el miedo de saber que su hijo se enfrentaba a un momento crucial pero con el orgullo de saber que había llegado hasta un punto donde tenía la posibilidad de cambiar el mundo. Su hermana confiaría en él. Se agarraría a su cuñado y pensaría para sí misma: "lo va a meter. Él nunca falla."

Echó un vistazo a la grada y vio a toda una afición gritando su nombre. Dios, podía hacer feliz a mucha gente. Recordó cuando jugaba con sus amigos en las calles de su barrio. Cómo se bajaba el balón para echar unos partidos y cómo corría como un poseso para tocar el larguero y evitar ponerse de portero. Una portería que odiaba y que ahora le esperaba a no más de 40 metros.

Su mente volvió al campo. "No puedo fallar". Se lo repitió varias veces pero recordó que había leído en un libro que todo lo que uno piensa lo atrae. Fallar no era el verbo. "Voy a acertar, lo voy a meter". Durante ese cambio de actitud se cruzó con el rival que venía de enfrentarse al mismo reto. No quería mirarle pero, inevitablemente, cruzó sus ojos y pudo descubrir como el miedo, la responsabilidad, el error o la pena se combinaban en su mirada. No quería tener que pasar por eso.

Se encontraba ya al lado de la portería. Venía lo complicado. ¿Dónde tirar? Él no era un especialista. De hecho no estaba entre los 5 primeros elegidos pero los aciertos y errores de sus compañeros y rivales le habían llevado a esa situación. Normalmente los tiraba a la derecha y abajo. Así lo hizo en el entrenamiento previo al partido y había acertado todos. Sin embargo, había analizado al portero rival y en los dos lanzamientos anteriores se había lanzado a ese sitio. Daba igual, si el lanzamiento era bueno era imposible que lo alcanzara.

Agarró el balón. Miró al portero. El portero lo miró. ¿Sabría lo que estaba pensando? No estaba seguro. El miedo llegó a él. Su pulso se aceleró y los nervios le atenazaban. Recordó un consejo de un ex-compañero: "Si tienes miedo, dispara fuerte y al centro." Podría funcionar. El portero se había tirado en todos los lanzamientos anteriores pero ¿Y si se quedaba parado esta vez? ¿Y si había notado el miedo en su mirada y se imaginaba que haría eso? ¿Y si al pegar fuerte el balón se iba demasiado arriba? No. Dispararía abajo a la derecha. Era la primera opción y no iba a cambiarla.

Colocó el balón en el punto de penalti. Revisó el césped que lo rodeaba. Le vino la mirada de Terry resbalándose en la Final de la Champions y fallando. Todo parecía en orden. "Vamos, vamos" se repitió así mismo.

Tres pasos hacía atrás. Le temblaban las piernas. La respiración era incontrolada. Ni siquiera escuchaba al público. Iría abajo a la derecha. "Voy a acertar". Su padre le estaría mirando. Sus amigos podrían celebrarlo.

El silbido sonó. Dio un paso y miró al portero, luego al balón, luego al portero... pudo comprobar que se vencía a su derecha. ¡Mierda! Lanzaría a la izquierda y arriba. Golpeó. El balón se aceleró. Levantó la mirada. El balón iba justo a la escuadra, se levantó. "Entra", "Mierda, da en el poste". El balón se alejó de su pierna y recorrió 11 metros para dirigirse a un destino que le cambiaría la vida...

¿Qué sucedió? Poco importa.

Si terminó en acierto acabó siendo un héroe. Todo su pasado tendría sentido. Desde el libro que cayó en sus manos con 15 años a ese compañero que le dijo un día que él sería decisivo. Estaba destinado a ello.

Si terminó en fallo la decepción se apoderó de todo su entorno. Saldrán aquellos que clamaban a los cuatro vientos "te lo dije". Criticarían a él por lanzarlo a ese lado, a su entrenador por haberle asignado esa responsabilidad. Saldrán los "especialistas en..." a hablar de cómo debía haberlo lanzado, posición del cuerpo, cómo superar la ansiedad en esos momentos, los que hablen de liderazgo, los que saquen las estadísticas de todo tipo.

¿La realidad? Desde el momento en que su compañero detuvo el penalti una infinidad de variables se pusieron a interactuar unas entre otras dando lugar a un número infinito de impactos con una única verdad: Él era la persona que podía acertar o fallar y había un 50% probabilidades de que acertara o fallara.

Simple. Sencillo. Con un problema. Un razonamiento demasiado pobre para una sociedad que ansía justificaciones, hechos, causas... sumisa a girar indefinidamente en un circulo buscando explicaciones  e incapaz de detenerse en su centro para sentir y disfrutar de la incertidumbre.


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